Esta es una entrada que tengo en el primer blog. Hoy me
acordé de ella y la paso a este nuevo.
Aprovecho para mandaros a todos, besos y abrazos blogeros.
Pocos recuerdos tengo de mi madre, pero los pocos que tengo los guardo como si no hubiera pasado el tiempo. Parece que fue ayer cuando ella me contaba que vine al mundo en Aldea de Cuenca(Córdoba) Aldea de Cuenca era el pueblo donde mi madre nació. Viviendo
ellos en La Garganta, me contaba que se fue unos días con sus padres,
Rafael y Antonia para que yo naciera allí. Pero cosas de aquellos años,
hasta pasados dos días no me registraron en Conquista, y así consta en
mi carné de identidad, ósea que figuran en realidad dos días menos y
tampoco es real el pueblo donde nací. ¡Menos mal que no me cambiaron de
provincia! Al menos los dos pueblos son de la provincia de Córdoba.
Después
de aquel primer viaje de vuelta en mis primeros días de vida, hice
algunos mas con mi madre a Aldea de Cuenca siempre que había que visitar
a los abuelos. El
recorrido desde el punto de vista de hoy no era de muchos kilómetros,
pero se tardaba día y medio en llegar. El viaje se hacia en aquellos
trenes antiguos con los vagones y asientos de madera. Montábamos
en La Garganta, siguiente pueblo Conquista. El tren hacia su recorrido
por el hermoso Valle de los Pedroches pasando por 10 estaciones más,
hasta llegar a la gran estación de Peñarroya. A este pueblo siempre se
llegaba de noche, tenia cantidad de vías por las que había que cruzar
saltando entre el ruidoso trajín de la maquinas haciendo sus maniobras.
No muy lejos de la estación dormíamos en una pensión, para continuar al
día siguiente y pasando por otras tres o cuatro estaciones llegábamos a
La Coronada, de este pueblo salía un autobús o viajera que nos llevaba a
Granja de Torrehermosa y luego andando unos tres kilómetros hasta la
Aldea.
No
puedo recordar cuantas veces hicimos aquel viaje ella y yo. Si recuerdo
con toda claridad como era el traqueteo del tren y el silbido de la
maquina de vapor cuando iba llegando a las estaciones. Casi todas
construidas en dos alturas, en la parte de abajo estaba la sala de
espera y arriba la vivienda, algunas tenían macetas en las ventanas, o
rosales en la puerta, en otras había una hilera de eucaliptos que se
podían divisar desde lo lejos con un reloj grande colgado en la fachada y
el jefe de estación recibiendo al tren con su banderín, para luego
pasado un tiempo dar la salida haciendo sonar su silbato. A
mis pocos años ya sabía apreciar la belleza del paisaje según avanzaba
el tren pasando encinares y suaves colinas, viendo las piaras de cerdos
ibéricos por la dehesa corriendo asustados cuando la locomotora sonaba
su portentoso silbato, que seguro seria intencionado por el maquinista
para provocar tal alarma a los pobres cerdos. Recuerdo la forma de entretenerme intentando contar las encinas que se iban quedando atrás. Los
asientos de madera de aquellos trenes, oía decir que eran incómodos,
pero de pequeña para nada notas esa incomodidad, solo se que me dormía
encogida en el asiento y la cabeza encima de mi madre o en sus brazos
cuando no había sitio libre.
En
el tren se llevaba aquella cesta de mimbre con asa en el centro y dos
tapas a ambos lados, con la tortilla, las morcillas, el queso y el pan
para comer durante todo el viaje. (Y siempre algo para llevar a los
abuelos)Era
muy curioso como hacían amistad los viajeros charlando, y como a la
hora de comer se ofrecían unos a otros de lo que llevaban, otras veces
se prestaban la navaja, como fue el caso de mi madre una vez que se le
olvidó. En aquel mismo viaje por la noche en la pensión que teníamos que
dormir, mi madre pronto le buscó solución para partir una pequeña
sandia con un golpe en el lavabo, asunto arreglado. Nada de quedarse sin
comer sandia por no tener navaja. De
aquella pequeña Aldea no recuerdo mucho, solo la casa de los abuelos,
tenía un comedor grande con habitaciones a los lados y al fondo la
puerta que daba al patio, en el comedor a la derecha un fogón o
chimenea, como si fuera un horno pequeño, que solo se le ponía paja
prensada, para cocinar no estaba mal pero a la hora de calentar dejaba
mucho que desear. Mi madre acostumbrada a las buenas lumbres de San
Serafín, la oía quejarse de pasar frió en los días que estábamos allí si
alguna vez fuimos en invierno.
Esta entrada es para los
que nos emocionamos recordando cosas sencillas.
Imagen de la red
Esta canción me
trae recuerdos de mi niñez, aquellos años 50-60, cuando se escuchaban los discos dedicados
en la radio. Era muy emocionante escuchar los nombres de las personas a las que
iba dedicada la canción, por más que se agudizaba el oído nunca decían nuestro
nombre, ni ninguno conocido. Estar escuchando dedicatorias durante más de diez
minutos se podía hacer pesado pero al final estaba la canción esperada, que era
lo importante.
Recuerdo aquellas
tardes en familia cosiendo y escuchando canciones que un dia tras otro
siempre eran las mismas. Claro que era la única manera de escuchar algo de
música, al oírlas tantas veces llegábamos a cantarlas durante horas imitando a
los artistas sintiéndonos felices lanzando nuestros gorjeos al aire cantando a
coro.