Aquella escalera guardaba los secretos mejor que nadie. Era
solitaria y reservada de la vista de los mayores, por eso era su rincón
preferido. Los peldaños eran de cemento que hacían de banco y mesa a la vez, y por
ella pasaban las mejores historias de los distintos tebeos de la época, Roberto Alcázar y Piedrín, el Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz,
cuentos de Hadas y Princesas, o de humildes muchachas con esa suerte que solo existía
en los cuentos. Al final siempre encontraban su príncipe azul se casaban y
vivían felices y comían perdices.
La escalera también era
sitio de reunión de amigas cuando el sol del verano abrasaba en pleno día. Allí
se podía jugar a las cinco chinas, se hablaba de noches de miedo o se comentaban los cotilleos de historias
pasadas en el pueblo.
Era una escalera muy estrecha, pero al final de ella se
encontraba la azotea, desde donde se podía llegar a tener la libertad deseada. Era imposible querer
tener enjaulada la mente, al menos la vista se liberaba por unos minutos y desde las alturas se volaba soñando con todo lo leído. A la vez que se
veía la fuente al final de la
calle, el pequeño arroyo que cruzaba el
pueblo, la torre de la Iglesia, la
Estación de tren y allá a lo lejos la
querida Sierra, llena de buenos recuerdos vividos junto a ella.
Rafaela.