La tarde no era nada tranquila, el viento soplaba con toda su fuerza, silbando sin descanso y dispuesto a manipular nubes a su antojo llevándolas de un lado a otro con prisas y de un modo inquietante. Pero lo que estaba viendo desde mi terraza no era para dejarlo pasar por ser uno de esos momentos únicos que te llenan de gozo al observarlos.
Lo mismo que el bosque nos inspira
en el otoño multitud de sensaciones, también las nubes en esta época del año se hacen notar jugando al escondite con el sol y dejando ver sus distintos tonos que van cambiando por minutos.
Vaporosas nubes de algodón blanco de pronto se vuelven grisáceas hasta llegar a los colores mas cálidos de ocres a rojizos, todos ellos en movimiento constante a merced del viento, formando filigranas de imágenes cambiantes a cada momento, solo al ser captadas con la cámara pude inmortalizar el bello espectáculo que me ofrecía la tarde otoñal con ese inmenso mar de nubes fascinantes.
Sin quitar la vista de aquella hermosa
maraña me parecía estar contemplando una misteriosa exposición del romanticismo ingles del siglo XVIII descubriendo en la naturaleza la luz y los colores que pintores como Constable o Turner supieron plasmar en sus cuadros, utilizando de manera revolucionaria los medios por los que el color parece propagarse a través de la atmósfera.
Mi retina pudo guardar el placer de contemplar las imágenes de aquella tarde, pero es gracias a la cámara que puedo compartir con todos vosotros solo un poco de tanta belleza.
Hubo un instante fugaz al pasar una bandada de aves migratorias que fueron más rápidas que mi cámara, solo verlas aparecer y en décimas de segundo la distancia era tanta, que solo las pude captar a lo lejos en miniatura, pareciendo moscas que confundían la nube rojiza con un panal de rica miel.
Rafaela.