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Cementerio de La Almudena. Madrid. |
Como
siempre los cipreses se veían bastante
antes de llegar. No era un cementerio muy distinto a los demás. Por
mucho que los adornen no hay un lugar más triste que un camposanto.
Muy cerca de allí estaba también el Tanatorio,
y en la sala 21 estaba él, de cuerpo presente acompañado por sus seres queridos.
Cada uno sintiendo la pena a su manera.
Como otras muchas cosas que se hacen por
tradición, tocaba acompañar a la viuda para darle el pésame por la perdida de
su ser querido.
A
nadie más conocían. Solo a la mujer y sus dos hijos que seguían comentando
anécdotas de toda una vida junto a su padre.
La
esposa solo hablaba del buen aspecto, que le parecía ver a su difunto esposo a pesar
de haber tenido una larga enfermedad. ¡Parece dormido! Que bueno ha sido para
mí. Como le echaré de menos. Enrique era bueno para todo el mundo, era
servicial para todo el que lo necesitaba y todos le querían. Mirad las coronas
que ha recibido de amigos y compañeros como muestras de cariño.
Un
pequeño revuelo denotaba que había llegado la hora de salir de la sala para
acompañar el coche del difunto en su último recorrido.
Llegaron
los primeros a la entrada del cementerio – Eso creyeron ellos- Una pequeña
capilla. Un sacerdote en la puerta decía un responso y las últimas palabras de
despedida a todos los coches fúnebres que se detenían como si tuvieran que
pagar un peaje de autopista en su último viaje.
¡Decimos
a dios a nuestra hermana Gerbasia… -Esta claro que este no es el coche- Será el
siguiente…
Tampoco
aquí se veía a la viuda de Enrique!
Dejando pasar algunos coches más, con un
intervalo de un cuarto de hora cada uno, deciden marcharse. Entendieron que habían
equivocado la que seria la ultima morada de Enrique.
Rafaela